Cuando los protocolos matan los derechos
Desde Radio Nexo acompañamos el mensaje de una compañera, que recientemente despidió a su abuela en tristes circunstancias. En sus palabras se eleva un pedido contra la deshumanización de las instituciones dedicadas a la salud y al cuidado de las personas mayores en Sierras Chicas.
El domingo 3 de julio, Clelia María Ferrero falleció a los 93 años en el Sanatorio Privado del Interior, de Río Ceballos, tras vivir el último año y medio de su vida en la residencia geriátrica Tomás y Aurelia de Villa Allende.
Su nieta, también vecina de la localidad e integrante de Radio Nexo, denunció en una carta abierta la deshumanización de ambas instituciones, donde a raíz de los protocolos, las visitas eran muy difíciles de concretar, al punto que durante sus últimos instantes, no pudo acompañar a su abuela.
A continuación, reproducimos su relato completo:
El domingo 3 de julio, en el Sanatorio Privado del Interior, falleció mi abuela, Clelia. En sus instantes finales, estuvo sola, como tantos otros convalecientes que han corrido la misma suerte lamentable desde que empezó la pandemia.
Seguramente también se sintió bastante sola en los últimos años, viviendo en el geriátrico Tomás y Aurelia de Villa Allende, donde cada visita era una odisea semanal de protocolos que con suerte llegaba a durar cuarenta minutos.
La secuencia del desenlace empezó el martes de esa semana, cuando me llamaron desde el hogar para decirme que mi abuela estaba con falta de aire. El trayecto en ambulancia hasta el sanatorio de Río Ceballos fue el último rato que compartí con ella en estado consciente.
En la clínica le diagnosticaron una infección respiratoria y empezaron a darle antibióticos. Por protocolo covid, la aislaron y le hicieron un PCR, nadie podía visitarla hasta que el resultado diera negativo. En la espera, recibí sólo dos partes médicos (que se dan sólo por teléfono), que básicamente decían lo mismo: que estaba “estable” y que todavía era muy pronto para ver una mejoría.
Las visitas en el Sanatorio Privado del Interior son de quince minutos por día y solo puede entrar una persona con hisopado negativo menor a 48 horas. El viernes, cuando finalmente me dejaron verla, la encontré hecha un ovillo en la cama, respirando en bocanadas cortas, gimiendo despacito, con la cara contraída en un gesto de angustia. Ya no pude hablar con ella, apenas abrió un poco los ojos y me enfocó en algún momento.
Me di cuenta que su estado era irreversible, que lejos de estar “estable”, estaba muriendo y nadie nos había comunicado eso. Ese día me peleé con todo el personal que quiso sacarme de la habitación cuando se cumplió el tiempo de visita, una escena que se repitió al día siguiente cuando fuimos a verla con el resto de mi familia.
El domingo, cuando se hicieron las 17:00 (horario de visita), entré primera a la sala. Con un golpe de angustia y desolación, me di cuenta que le quedaba muy poco tiempo. Su respiración era cada vez más pausada, como un pez fuera del agua, parecía que iba a apagarse en cualquier momento.
Pude despedirme y estoy muy agradecida por ello. Sentí la urgencia de llamar a mi hermana. Salí al pasillo y le sostuve la puerta (esas que solo se abren desde adentro) para que entrara al internado. Pero cuando se asomó a la pieza de mi abuela, una enfermera la detuvo y la sacó afuera nuevamente.
Dijo que ya habíamos excedido el tiempo de visita, que era una persona por día, que había protocolos que respetar, que la entendiéramos a ella, que era “solo una empleada” y que ya le iba a preguntar a no sé quién si nos daban una autorización especial.
En medio de la discusión, le dije que mi abuela se estaba muriendo y me respondió: “Bueno pero no va a ser YA”. Y quizás sí fue ahí, en ese ya, porque cuando finalmente nos dieron el excepcional permiso de volver a entrar, a los cinco o diez minutos, mi abuela ya había partido.
Nadie le sostuvo la mano en esos últimos momentos de vida, mientras mi hermana y yo discutíamos con una institución donde los protocolos parecen ser más importantes que las personas, un lugar dedicado a la salud donde, paradójicamente, impera la deshumanización.
Es terrible que en pos de protocolos que parecen más diseñados en función de la comodidad de los establecimientos que de las circunstancias epidemiológicas del presente, le quiten a una persona moribunda y a su familia, la posibilidad de estar juntas en ese momento.
Como también es terrible lo que sucede en las residencias geriátricas y, particularmente en el Hogar Ecológico Tomás y Aurelia, donde renegamos constantemente para poder ver a mi abuela. Por lo menos hasta el mes pasado, las visitas eran con turno, de cuarenta minutos, máximo dos personas, con test antígeno menor a 24 horas y sólo de lunes a viernes.
Técnicamente también debíamos guardar distanciamiento, sin contacto físico, aunque yo ignoraba conscientemente la norma para darle la mano y abrazarla un poco, lo cual me valía el reto de algún miembro del personal, ya que tampoco teníamos intimidad en esos encuentros.
Las medidas institucionales en torno a la pandemia les han quitado a las personas mayores su derecho más básico: el derecho a decidir. Creo que la forma en que mi abuela partió fue muy ejemplar. Ella nunca fue de pelearse con nadie y al final, su silencioso decir fue muy contundente. ¿De qué sirve prolongar la vida cuando es agonía? ¿De qué sirve fijar normas para cuidar la salud de las personas, si al final las van a matar de soledad?
Este mensaje es una botella lanzada al mar, con la esperanza de que llegue a las orillas del Ministerio de Salud, el PAMI, los hospitales, los geriátricos y todos esos lugares donde alguien define estas reglas y las aplica, ignorando los contextos particulares de las personas que quedamos aplastadas bajo su peso, mirando cómo se pasa el escaso tiempo que nos queda junto a ellos.
Es un pedido también, a quienes toman esas decisiones: que actúen para revertir esta situación que miles de personas están viviendo en este preciso momento.
Nadie merece morir solo.
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